Dijo que cerraría el Congreso pero la izquierda dijo que no se preocupen, que no iba a poder. Dijo que tomaría el TC y los medios, pero los caviares se hicieron los locos. Anunció que sería un Lenin, pero los progres dijeron que sería un manso Pepe Mujica.
Siempre se supo que Castillo terminaría dando un golpe de Estado. Las señales estuvieron ahí desde los Dinámicos en Junín hasta la segunda vuelta, incluyendo su plan de gobierno. Algunos decidieron voltear la cara. Otros intentaron subirse al carro. Sin embargo, la mayoría de la izquierda urbana y racista, en un acto de abierto paternalismo, quiso domar al buen salvaje.
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Académicos, periodistas y funcionarios otrora respetados incineraron su credibilidad por una quincena y algo de poder. Llenaron el envase vacío, vieron lo que querían ver y sobre interpretaron los gestos políticos de un ladrón.
Le dieron las llaves de la ciudad letrada a la reencarnación de León Escobar, al asaltante de caminos, al bandolero-presidente sobre el que fabuló Ricardo Palma. Editaron libros sobre su pensamiento inexistente en el IEP y publicaron papers sobre el simbolismo del sombrero.
Transformaron a un vulgar delincuente golpista en un héroe decolonial, en un símbolo de la subalternidad postergada por 200 años y demás falacias.
Lo exhibieron en el extranjero para armar un nuevo Evo. Usaron el racismo y el exotismo tercermundista. Apelaron a la culpa de los millonarios en Davos y al complejo blanco de los argentinos de la OEA. Y parecía funcionar.
Pero cuando el indio se les rebeló, sacaron cuerpo. Cuando el buen salvaje no pudo ser un buen revolucionario, se quedó solo. Y la izquierda con maestría comenzó a lavarse las manos. Y cuando finalmente la cabra tiró para el monte, los blancos PUCP dueños de la ciudad letrada lo expulsaron más allá de los extramuros de la capital. Ya no les era útil.
Irónicamente, la imagen de Castillo detenido y solo, hojeando una revista CARETAS, es la única vez que se le ha visto leyendo. Aunque sea para la foto.
