Los tiempos se acortan para la fecha central del repechaje: el 13 de junio la selección peruana de fútbol jugará contra el ganador del partido entre Emiratos Árabes Unidos y Australia (6 de junio). Se acabarán las especulaciones y solo se tendrán hechos concretos. La confianza del cuerpo técnico, jugadores y la afición son estimulantes, pero lo más gratificante será lograr el triunfo en el estadio Ahmed bin Ali. Un triunfo que nos pondría en nuestro segundo mundial consecutivo. Un hecho que se convertiría en memorable en nuestra historia futbolística. Pero, además, sería la oportunidad ideal para que un pueblo disfrute y sea feliz. Eso no es poco.
Esa felicidad de alguna manera es para toda la vida, contribuye con nuestra memoria emocional, eso que llamamos recuerdos. Experiencias gratificantes que de cierta forma le dan un sentido a esta vida. Sin embargo, primero hay que ganar en la cancha y no adelantar resultados. Un razonamiento sensato que ayuda a considerar que nada en este mundo está por descontado.
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Ahora, vivimos una época convulsa en el país que se encuentra impregnada de decepción: el escenario político se ha convertido en un espacio de permanentes controversias que dan la impresión de que no tienen una salida clara. En ese contexto, un seleccionado de fútbol busca lo contrario: estabilidad, claridad de idea y satisfacción a través del éxito deportivo. La sociedad lo disfruta y lo agradece.
En el repechaje jugado contra Nueva Zelanda en el año 2017 para clasificar a Rusia 2018, cuando el triunfo llegó con ese 2-0 en Lima con goles de Farfán y Ramos, quedaba sellada la clasificación después de 36 años para el Perú. Un hecho provisto de una gran carga emocional: el esperado retorno de nuestro país a un mundial se convertía en un acontecimiento de impacto nacional. Nada más, nada menos.
Esa clasificación dejó en evidencia que aquellos años de ausencia de nuestro seleccionado en los mundiales había dejado una enorme melancolía en el aficionado peruano: cada cuatro años solo se experimentaban frustraciones y quedaba la terrible sensación que era un asunto crónico. Que el éxito era un tema esquivo.
La gente se había acostumbrado a perder: el fracaso a nivel futbolístico estaba normalizado. Una tragedia colectiva nefasta, porque el fútbol, más allá de gustos, es la actividad deportiva más popular en este mundo. Un deporte donde los sentimientos de unidad y de identidad se fortalecen a través de un balón. Parece trivial, pero es más que un deporte: el fútbol es un fenómeno social y cultural que refleja a grandes rasgos la identidad de una nación. Y eso no es para subestimar.
Por eso, que la gente, por medio de su selección, se acostumbre a competir y a ganar es saludable. El orgullo nacional aflora y la cultura del éxito bien ganado se asimila.
Así, de esta manera, nuestros jugadores van por la gloria en sus carreras deportivas, pero también van a luchar por la alegría un pueblo. Y el pueblo siempre se los va a agradecer. La memoria colectiva no se borra.