El Ministerio Público, vía la Tercera Fiscalía Provincial Penal Corporativa del Callao, dispuso finalmente este jueves 23 la cremación del cadáver de Abimael Guzmán Reinoso. El plazo es de 24 horas.
La decisión cumple lo dispuesto por la recién promulgada Ley 31352, que establece el destino de los restos de quienes mueren mientras cumplen condenas por delitos de traición a la patria o terrorismo en condición de líderes, cabecillas o integrantes de cúpulas de organizaciones terroristas.
El debate previo devino en posiciones desbocadas y extremas hasta el ridículo. Por ejemplo, la idea de una parlamentaria de dinamitar los restos, como si el Estado de Derecho debiera terminar con una manifestación de barbarie los despojos de quien fue correctamente enjuiciado y sentenciado.
La discusión se basó en la forma de evitar, esencialmente, que un sepulcro se convirtiera en un lugar de peregrinación para perpetuar la figura y la ideología de un asesino.
Pero el desafío que tiene la sociedad peruana por delante va mucho más allá de la disolución de la carne.
La delgada línea entre explicación y justificación se volvió a trazar con la muerte de Guzmán. Y la controversia resulta más álgida cuando la confusión es sembrada por personajes cercanos al gobierno actual, quienes al final pretenden reivindicar la memoria del asesino.
La posición de la bancada de Perú Libre, enredada en peroratas del tipo de “rechazo al terrorismo venga de donde venga”, es la que mejor expresa una engañosa confusión rechazada por la gran mayoría del país.
O como tuitea Vladimir Cerrón, la muerte de Guzmán debe hacer “reflexionar al país si las causales del terrorismo subversivo y de estado han desaparecido, menguado o se mantienen”. Para el neurocirujano, la violencia siempre encontrará terreno fértil donde haya divisiones sociales. Si se jala la pita, solo la utopía comunista con la que deliraba Guzmán puede prevenir la insanía.
En ejemplos más prosaicos, se siguen exhumando las expresiones en redes del actual premier Guido Bellido sobre su admiración a la “ideología” de Guzmán.
Qué duda cabe que agentes del Estado cometieron crímenes execrables y que la incomprensión inicial ante el fenómeno abrió heridas que no se cierran hasta hoy, particularmente en zonas especialmente castigadas como Ayacucho. Negarlo es un persistente, estúpido error. Pero con el paso del tiempo, esos excesos le dieron paso al afinamiento de la estrategia de inteligencia militar y policial, que posibilitó la alianza con los Comités de Autodefensa -hijos de las rondas campesinas- y el repliegue de la cúpula terrorista a la ciudad, donde fue finalmente cazada. Tumores posteriores identificados como los del Grupo Colina llevaron a la cárcel hasta hoy al expresidente Alberto Fujimori, lo que establece su responsabilidad penal al cobijar desde Palacio de Gobierno un escuadrón de la muerte.
Sin embargo, la declaratoria de guerra a la democracia recién recuperada la emprendió Guzmán. Y fue su grupo el que despuntó en medio de un archipiélago maoísta que trasplantó ideas en ese momento superadas. Incluso al punto que por los años del inicio de la lucha armada en el Perú, China ejecutó a los radicales de la genocida Revolución Cultural que el mediocre docente ayacuchano consideraba el evento más importante de la historia, incluida Jian Qing, la cuarta viuda del Gran Timonel convertida en la gran inspiración de Gonzalo.
Demasiado se debate ahora sobre la capacidad que tuvo Sendero para seducir a multitudes de jóvenes ingenuos, cuando en sus mejores momentos su capacidad operativa no superó los 3 mil hombres. En su momento, como referencia, las FARC colombianas tuvieron más de 20 mil alzados en armas.
El informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) ahondó en una característica fundamental del trabajo de Guzmán: su mesianismo como condición sine qua non para tomar el poder. El fanatismo de sus reclutados podía medirse no con poco morbo cuando los detenidos eran presentados vociferando puño en alto o en la intimidad casual del famoso vídeo de Zorba el Griego.
Sendero fue una secta, como esas a las que hoy les dedican varios documentales en Netflix que intentan escudriñar en los mecanismos de control mental diseñados para seducir a las pobres almas que caen en sus garras, y que tanta resonancia tienen ahora con las actuales distorsiones de la cultura de masas, desde la proliferación de los fake news y la ignorancia supina de los antivacunas, hasta la imposición de nuevos pensamientos únicos.
El otro punto diferenciador fue el macabro culto a la muerte que buscaba obligar al país a ahogarse en ríos de sangre para alcanzar el paraíso comunista. La convulsión política del Perú en el siglo XX no tiene ninguna comparación con la violencia desatada por el terrorista muerto. Lucanamarca, Soras y el genocidio asháninka deberían revolverle el estómago a un gobierno que dice cultivar la dudosa ideología boliviana de lo plurinacional. Tras ser capturado el 12 de setiembre de 1992, Guzmán se llevó el dedo a la sien y advirtió que: “Si uno muere, esto queda en los demás”. El Pensamiento Gonzalo fue un amasijo con poco sentido y ninguna aplicación, más allá de su lógica asesina y el endiosamiento del líder. Recordarlo muy bien y entenderlo para que no se repita son las tareas que la sociedad debe emprender por delante.