No puede dejar de analizarse lo que ha ocurrido en Chile. Aunque no lo parezca, tiene alguna relación con lo que viene sucediendo en el Perú. Como se sabe, el proceso constituyente chileno acaba de terminar con un apabullante resultado: aproximadamente dos tercios de la ciudadanía rechazó el proyecto de nueva Constitución que se propuso. El número es macizo y no deja lugar a dudas: la gente quiere que se recojan sus pretensiones, no las de quienes dicen representarla.
Una breve historia dará sentido al alcance mencionado: en octubre de 2019, el pueblo chileno salió masivamente a las calles exigiendo cambios, principalmente menos desigualdades. El fenómeno se denominó estallido social. Se encausó políticamente el reclamo y ocho de cada diez chilenos –el 80%- decidió que se prepararse una nueva Constitución. En el Perú se ha pretendido lo mismo, aunque sin ninguna movilización popular.
Instalada la Asamblea Constituyente en Chile, empieza a cobrar forma la desconexión entre los representantes y la ciudadanía. Los elegidos creen que tienen carta blanca para sus iniciativas y perfilan la sociedad que ellos creen que sus representados deben tener. No es la que la ciudadanía quiere sino la que ellos interpretan que desea. Es el mismo equívoco en el que está el Perú desde hace buen tiempo: la clase política considera que representa los intereses del pueblo, cuando lo que hace es resguardar los propios.
Es así entonces como en el proceso constituyente chileno empiezan a plantearse una serie de iniciativas extremas y en algunos casos delirantes: instaurar el concepto de la plurinacionalidad, que es entendido por la gente como el fin de la república unitaria. No hay un raciocinio antropológico sino simple sentido común. Se consagra la idea de eliminar el Poder Judicial centralizado para crear sistemas de justicia diferenciados: dicho de otra manera, habrá ciudadanos con más derechos que otros, lo cual resulta inaceptable. Y lo extremo fue constitucionalizar el aborto y asumir la sensible temática acerca del género. Estas son solo algunas de las más elocuentes disposiciones que recogía el proyecto de nueva Constitución para Chile. Como lo ha acreditado el resultado del denominado plebiscito de salida: la inmensa mayoría ciudadana ha rechazado ese diseño de país.
Una consecuencia central del proceso ha sido entonces acreditar el divorcio entre la élite dirigente, convertida en constituyente, y los deseos de la gente, que pueden resumirse básicamente en garantizar educación para todos, asegurar salud universal y brindar seguridad ciudadana. Imponer su propia agenda a espalda de las mayorías tiene sus consecuencias. Este fenómeno también puede aplicarse en el Perú: el desencuentro de la clase política con la ciudadanía es manifiesto.
Una Constitución es –se sostiene, con razón- un tratado de paz: hacerlo posible supone que la conversación se convierta en acuerdo; reconociendo que hay un otro, aun siendo adversario, con iguales derechos que uno. Chile no consensuo sus disensos: una consecuencia más de su frustrado proceso constituyente. Hay que evitar que el Perú siga haciendo lo mismo.
*Abogado y fundador del original Foro Democrático