En la libertad del registro del diario, el reconocido escritor español Juan José Millás ha escrito un libro inagotable y mágicamente extraño: La vida a ratos (Alfaguara, 2019). Sus páginas están barnizadas por aquel nervio en la mirada que desde hace mucho posicionan al autor como una de las plumas imprescindibles de la narrativa contemporánea en español. Fue anunciado para el Hay Festival 2019, pero razones de fuerza mayor le impedirán ir a Arequipa. Contra viento y marea, logró conversar con CARETAS.
–En su obra muestra una predilección por mostrar el «lado B» de la realidad. Esta intención se manifiesta en una suerte de indefinición genérica. Tanto en ficción y en sus artículos, percibimos un diálogo con una realidad trastocada que parte de la impresión por el detalle.
–El gusto por el detalle parte de la convicción de que el significado siempre se encuentra en la periferia. Y si no está ahí, no está en ningún sitio. Los detalles son las rendijas por las que la realidad nos muestra el lado B al que usted se refiere. Ese lado B constituye la verdadera sustancia de lo que llamamos realidad y que no es más que un delirio consensuado.
–En su última novela asistimos a la estructura del diario, que como tal es autorreferencial, pero como forma dota de libertad a la escritura. Un discurso sin corsé.
–En efecto, advertí enseguida que la apariencia de diario me proporcionaba un grado fabuloso de libertad formal y de ambigüedad. Cuando se la entregué a mis editores, me preguntaron qué era, pues no tenían claro bajo qué clase de etiqueta presentarla. Les dije que no estaba seguro de si se trataba de un diario disfrazado de novela o de una novela disfrazada de diario. Luego, en todas las entrevistas, sin excepción, los entrevistadores se refirieron al libro como si fuera una novela. Así que decidimos llamarlo de este modo: novela.

–Si no me equivoco, a Ud. no solo le gusta transitar en esa indefinición, sino que también le agrada que se le reconozca por eso.
–Las etiquetas funcionan bien en el mundo de la enseñanza. Digamos que resultan didácticas, pero la vida es más complicada. Hay estudiosos que niegan la existencia de los géneros. Yo no llego a tanto, pero creo que sus fronteras son muy porosas. Leo continuamente novelas ensayísticas y ensayos novelescos, por ejemplo.
–Uno de los componentes que vemos en toda su obra, y también en esta última, es el humor. Gratifica leer una novela como LVR, que tiene humor.
–La verdad es que yo no pretendo resultar humorístico. Suelo decir que el humor es un efecto colateral de la forma en la que me acerco a la realidad: a través de la ironía y el pensamiento paradójico. El ser humano es patético por contradictorio. Cuando estas contradicciones salen a la luz dan risa. Como cuando un militar, en medio de un desfile, tropieza con un adoquín mal encajado y se da de bruces contra el suelo.
–¿Escribir bajo el formato de diario le deparó esa mágica sensación de libertad total? Hace un momento dio a entender que no le importa mucho que se llame novela a LVR.
–La libertad total no existe: acaba donde comienzan tus limitaciones. Pero es cierto que hay escrituras más placenteras que otras. Cuando resulta muy placentera, se suele decir que tal libro está escrito en “estado de gracia”. Como si los dioses se lo hubieran dictado al autor. No me importa que digan eso de LVR.
–Sé que es una pregunta algo caprichosa, pero ¿siente que LVR es su novela más ambiciosa?
–No sé si es la más ambiciosa. Todas fueron escritas con el deseo de que fueran grandes, independientemente del resultado final. Quizá el resultado final de esta sea superior al de sus hermanas.
–Ud. es de los pocos autores en español que tienen lo que muchos no: lectores. ¿Ha pensado en cuál es el elemento que los lleva a identificarse con su poética? Tengo una opinión al respecto: la no-realidad y el elevar la experiencia cotidiana sin grandes sucesos.
–No lo sabemos. Nadie sabe nada acerca de las decisiones del lector. Ni el editor más experto tiene idea de por qué hay novelas que triunfan y novelas que fracasan. A posteriori se explica todo, incluso el éxito de El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco que reunía todos los requisitos para ser un fracaso desde el punto de vista comercial. Y está bien que así sea.