Lo nuevo de Steven Soderbergh comparte la ruta de La gran apuesta y El lobo de Wall Street, por su decisión de colocar a Gary Oldman y Antonio Banderas –los abogados Jürgen Mossack y Ramón Fonseca– como narradores/explicadores del relato (antes hicieron lo propio Ryan Gosling y Leo Di Caprio, respectivamente). Pero se aleja del frenetismo de ambas películas. Y prefiere, a ritmo sereno, priorizar el drama de las víctimas, en este caso el personaje de Meryl Streep, una de las tantas burladas por las marañas del estudio Mossack Fonseca y el posterior despelote de los Panama Papers.
Soderbergh traslada las ‘explicaciones difíciles’ de las off shores a los narradores, por más que de poco o nada sirva entenderlas. Lo que de verdad importa es burlarse de ellos, siempre al borde de la caricatura por su vestuario y sus formas. El realizador hace lo propio con otros partícipes de ese juego en el que pocos ganan y miles pierden. Allí destaca el pasaje de la familia afroamericana, sobrio en su desarrollo pero delirante y desenfadado en su planteamiento. Al otro lado, chapucero y prescindible, está el encuentro entre un funcionario y una empresaria oriental, colocado allí para subrayar la incorrección y sátira de la que ya gozaba la película. Esa que se enfatiza con esmero hacia los minutos finales, acompañada de una sorpresa que, valga la ironía, no sorprende, pero que grafica las contradicciones de la tan anhelada y siempre exigida libertad.