Luego de haberse proyectado por primera vez en el Festival de Cannes en 2019 y tras haber sufrido un frustrado intento por llegar a las salas de cine a causa de la pandemia del covid-19, la película peruana Canción sin nombre de Melina León, acaba de llegar en formato streaming a la parrilla de Netflix y, en tiempo record, ha cosechado un sinnúmero de elogios que la han vuelto tendencia dentro de nuestro siempre entusiasta y adocenado campo cultural.
Las alabanzas han venido de todos lados: desde reseñas laudatorias en soportes serios como periódicos, revistas digitales o blogs especializados, hasta panegíricos vía post de redes sociales o comentarios poco escrupulosos en los que se cuenta que toda la familia se puso a llorar por la tragedia de los protagonistas.
Desde luego, estas loas no son para nada exageradas y justifican el logro estético de la obra iniciática de Melina León, un magnifico fresco nacional que trata de abordar desde su propuesta íntima tanto la dimensión individual como colectiva del Perú en el infausto decenio de los años ochenta. Para consolidar este repertorio de encomios, Canción sin nombre viene a la vez cargada de galardones como el Premio Cine del Mañana y el Premio Nacional de Proyectos de Largometraje de Ficción, además de estar dentro de la terna de películas que compiten por ganarse en un sitio en la categoría a Mejor Película Extranjera de los Premios Oscar 2021. Un éxito absoluto.
Lo que llama la atención, sin embargo, es que en todo este entrevero de reseñas positivas de los agentes culturales el argumento valorativo esté apoyado solamente en dos variables que, al parecer, se regodean en el punto más débil de la cinta y contradicen el sustrato de cualquier carácter crítico. Estos son: el preciosismo fotográfico y el discurso de denuncia social de Canción sin nombre.
En principio, todos estamos de acuerdo que una obra de arte (cine, pintura, literatura, etc.) no puede ser medida ni encumbrada únicamente por su discurso político o el subtexto social que guarde en su fondo. De ser así, bodrios como las novelas de propaganda soviética que estuvieron de moda en los años veinte del siglo pasado o, sin ir más lejos, las películas de línea antifranquista en la España revolucionaria, serían hoy en día insignes obras maestras.
El valor de todo material artístico, lo sabemos, se encuentra en otros aspectos y ángulos de la obra: su efectividad diegética, su calidad formal, su autonomía discursiva, su grado de compenetración con el receptor, en fin, su dimensión estética. De ahí que insistir tanto en si Canción sin nombre –en su enorme realismo– habla sobre el problema del inmigrante ayacuchano, las traperías de nuestro sistema judicial, la ineficiencia de la Policía o la inmoralidad de Lima, es sospechoso e inocente en una crítica, pues simplemente hace descollar un elemento ajeno (o impropio) al concepto estético. De hecho, el marco contextual importa en la medida que sea ancilar a la estructura artística, sirviendo en exclusiva de soporte y no necesariamente de arteria esencial y omnímoda de la obra.

Eso por un lado. Por el otro, cabe mencionar que la película en sí misma no es un desacierto, por el contrario, es quizá una de las cintas peruanas más interesantes de los últimos diez años. Tildarla de chapuza o de equivocación es sin duda una enorme mezquindad. Pero eso no quiere decir que su logro esté libre de pequeñas torpezas o dislates que la entorpecen y, naturalmente, la alejen de ser el Santo Grial del cine peruano. Esta última observación, pues, nos lleva directo a reflexionar en la segunda variable mencionada líneas arriba: el preciosismo fotográfico.
Al parecer nuestra crítica nacional ha quedado deslumbrada por el artificio y el vicio cinegético por “La Imagen” que Melina León, apoyada en Inti Briones, ha plasmado en su película. No se malinterprete. La fotografía en Canción sin nombre raya en lo exquisito y su composición es estilismo en estado puro. Valiéndose de un melancólico blanco y negro, y un formato 4:3, la cinta muestra estampas de enorme belleza metafórica y juegos de enfoque de altísima preocupación formal. Además, puede entreverse una apuesta por el detalle menor y lo contemplativo, en donde por obvias razones lo más destacado se presenta en el mismo silencio y no tanto en lo hablado y explícito de un guion menor y sin mayor novedad más allá de los parlamentos justos y exactos, aunque a veces demasiado evidentes.
El problema de la cinta, no obstante, radica paradójicamente en su valor más alto: el preciosismo. Es decir, su mayor virtud es también su mayor defecto. Me explico. El exceso del artificio fotográfico, la búsqueda del encuadre y la estampa perfecta, el patente afán de la directora por el esteticismo visual, hace que Canción sin nombre no alcance soberanía de sí misma y se autosabotee, sobreexponga demasiado sus armas y pierda la independencia que toda obra de arte debe tener con respecto a su creador. Con esto no quiero decir que la película sea una cinta fallida en su belleza estilística, pero sí por ratos se muestra demasiado evidente.
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Decía François Truffaut que un espectador puede descreer de una película en la medida que vea detrás de ella los hilos del titiritero, es decir, la mano de su creador. En Canción sin nombre lo hilos de Melina León son manifiestos y se acentúan cuando la directora se detiene en un eterno minuto en aquella toma perfecta que, en su exploración visual, acaba de encontrar.
En toda la película estos hiatos de puro preciosismo llegan a volverse fórmula y en lugar de cobrar unidad, empieza a descolocar el conjunto, haciéndonos recordar a cada instante que hay alguien detrás del relato, una mano forastera que nos quiere demostrar algo, que desea hacer patente su sabiduría y buen gusto por la fotografía. Esto, desde luego, hace que la cinta no parezca autónoma ni autogenerada en su propia materia visual, y hace que el espectador atento comience a sospechar. Quizá una mesura en este aspecto meramente formal, habría bastado para que Canción sin nombre alcance plena circunferencia.

Ahora bien, estas dos variables no son las únicas cosas que debilitan el discurso crítico de los entusiastas reseñistas de la cinta. Hay también otros factores que o bien lo han pasado por alto o bien los ha inhibido en su reflexión. Casi todos han mencionado el gran logro de la película dentro de nuestra esfera nacional, han destacado el avance de nuestro cine y han alabado la originalidad de la propuesta.
Todos estos factores son totalmente ciertos aplicados a la cinta de Melina León, pero también es cierto que la película es una obra por completo epigonal, una obra que no se distingue en totalidad de sus antecesoras y que sigue arrastrando el lastre que nos ha condenados, como en literatura, a la eterna segunda división: el realismo exacerbado. Canción sin nombre ingresa así, a pesar de sus logros formales y la sutil novedad en su discurso, a ese eterno loop de películas peruanas que han construido nuestra pobre tradición a base de realismo, problemática social, costumbrismo y, sobre todo, palabrotas.
¿Qué es a lo que conlleva todo esto, más allá de la continuación, dentro de nuestro cine? Respuesta: el estereotipo. Algo de lo que Canción sin nombre no se ha librado por obvias razones. Sin embargo, por la calidad de sus actores y la sutileza de sus propios silencios, estos logran salvar el escollo del Arquetipo Nacional armado como un patchwork de piezas arguedianas (en lo andino) y vargallosianas (en lo citadino).
De ahí que veamos, por ejemplo, a una migrante que es ingenua, honrada, pobrísima (que vive en la punta del cerro dentro de un simple chamizo) y a la que la sociedad maltrata sin asco, ocurriéndole así cosas imaginadas solo en el quinto círculo del infierno y de las que, por venir a Lima, no podrá salir jamás; vemos también al criollo como el elemento del mal, racista, crapuloso y aprovechador; y también al periodista conflictivo, monótono, inapetente hasta la exasperación y que, para más inri, tiene colgado de su labio un sempiterno cigarrillo; y también al homosexual de clóset (tópico muy mal desarrollado y gratuito en la película, dicho sea de paso) y, finalmente, lo que no podía faltar, un danzante de tijeras, una dosis de quechua y militantes terroristas que arman una bomba.
Toda esta amalgama de estereotipos abunda en la película, pero por obra y gracia de las actuaciones, quedan como simples veladuras, pequeños estándares minimizados, patrones casi invisibles, lo cual se agradece.
¿Es Canción sin nombre una excelente ópera prima? Sin duda lo es. ¿Es una gran película peruana? También lo es, aunque en cierta medida. ¿Es un inapelable avance dentro de nuestro cine nacional? Parece que no, pero no queda sospecha alguna que Melina León, con todas las herramientas narrativas que tiene, podría alcanzar ese avance tan necesario en nuestra tradición audiovisual. Estaremos muy atentos de ello.