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Cuento: “Los trabajos de Hércules” de Gustavo Briceño Ángeles

Escribe: Gustavo Daniel Briceño Ángeles | Ganador del segundo puesto del XXIX Concurso El Cuento de las Mil Palabras, en 2018.

viernes 27 de enero del 2023
en Cultura
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Cuento: “Los trabajos de Hércules” de Gustavo Briceño Ángeles

"Un día de invierno, al regresar a casa temprano, le pregunté dónde había puesto al niño, y no quiso responder. Estaba completamente derrotada, se veía en su semblante". Fuente: UDEP.

Si ALGUIEN ME PREGUNTARA a quién se parece mi hijo, no sabría qué responder. Podría parecerse a Fede o a mí, incluso a uno de los abuelos. Tenía una buena amiga en la oficina, Pámela, quien había sido contratada al mismo tiempo que yo en el trabajo; cuando nació mi hijo, la invité a casa para que pudiera conocerlo; la llevamos, Fede y yo, hasta la cuna, temblando, temiendo que no entendiera, y por un momento quise creer que diría, cortésmente, que nuestro hijo tenía un poco de los dos, pero pronto me di cuenta de que estaba siendo demasiado iluso.

—¿Se están burlando de mí?
En efecto, la cuna lucía desocupada. Incluso parece vacía en los retratos familiares que tenemos sobre las repisas. Solo aparecemos Fede y yo, pero nuestro pequeño también está ahí aunque nadie pueda advertirlo, desnudo, para que las fotografías no resulten macabras.

Si a nosotros nos es difícil comprender, cuánto más lo será para otros. Lo cierto es que si el médico que atendió a Fede en el parto no hubiera sido mi propio hermano, me habría parecido una broma cruel.
El niño está sano, Hércules, me dijo, entregándome algo envuelto en las sábanas esterilizadas del pabellón de maternidad. Tosió un par de veces antes de completar la frase: “Pero es invisible”.

Era difícil de creer. Por un momento, volvió a mí ese temor paternal por los secuestros de recién nacidos, pero luego comprendí. Recordé la barriga de Fede, inmensa como el vientre de una ballena varada. Ella era mayor que yo, tenía casi cuarenta y dos años y siempre nos pareció que su embarazo había sido una bendición. Fede todavía estaba semidormida por el sedante, así que tuve que explicárselo. Nuestro hijo no lloraba, era solo un peso cálido y constante que se albergaba en quien lo sostuviese, un peso por momentos odioso por lo leve que era, casi inalcanzable, porque no existía una imagen que lo garantizara. De alguna forma, supe que tener un hijo era empezar a creer.

Desde el día en que llevé a Pámela a conocer a mi hijo dejamos de ser amigos. Debió pensar que Fede y yo deseábamos tanto un niño que habíamos enloquecido. Les contó el incidente a todos en el trabajo. Inmediatamente, mis compañeros dejaron de hablarme, creían que yo era peligroso.

Cuando mi jefe tocó la puerta de mi oficina para felicitarme, vi que en su rostro se escondía una media sonrisa de suspicacia. A pesar de que se ofreció a darme una semana de vacaciones pagadas, temí lo peor.

Pasada la semana, llamaron del trabajo para informarme que me habían despedido.

Había que hacer algo, las cuentas no iban a pagarse solas, así que me ofrecí a podar los jardines de los vecinos con mi vieja podadora mecánica, aunque lo mismo podía desatorar un inodoro o barnizar una mecedora. Con esto gané algo de dinero, lo suficiente para pagar algunas deudas contraídas durante el embarazo de Fede. El dinero de mi liquidación no iba a durar mucho, por más que lo estirásemos y exprimiéramos cada centavo. Los vecinos eran buenas personas, sabían de mi reciente paternidad y se compadecían de mi mala suerte. Alguno que otro quiso conocer al pequeño, pero yo siempre inventaba alguna excusa: la experiencia con Pámela me había dejado una lección.

En casa, Fede se esforzaba por convivir con nuestro hijo. Un día, luego de pasarme la tarde entera limpiando malezas en el jardín de una vecina, regresé a casa y me encontré con que mi mujer lloraba enroscada sobre la alfombra de la sala.

—No recuerdo dónde dejé al nene, si en su coche o en la cuna. O tal vez en otra parte —dijo, quebrándose.

Entendí el problema. Nuestro hijo era un niño callado, y ese silencio alteraba los nervios de Fede, la despistaba. Además, nos habíamos acostumbrado a tenerlo sin ropa, por temor a que fuéramos a hacerle algún daño; tal vez un enterizo mal puesto podía asfixiarlo, había que ser precavido. Me acerqué a la cuna y tanteé, con suavidad, bajo la manta. No sentí nada. Fui al cochecito y toqué dentro. Esta vez sentí algo. Con cuidado, lo levanté. Su peso era casi nulo, pero alcanzaba para sentir el cuerpo de mi hijo a pesar de no verlo, podía reconocer su calor mezclándose con el mío.

—Hay que creer —le dije.

Pero Fede no hizo sino hundirse en el escepticismo. He pensado constantemente que yo era el privilegiado al poder salir de casa a ganar el sustento. No debía quedarme, como ella, tan cerca de nuestro hijo, intentando arrancarle a esa cercanía alguna prueba de su existencia, algún indicio de que, en efecto, estaba ahí. Yo solía regresar agotado luego de los trabajos que realizaba en el vecindario, y con el tiempo me fui quedando sin fuerzas. Me acercaba a donde Fede me dijera que estaba nuestro hijo, y lo miraba, o eso pretendía. Iba a cumplir un año en una semana, pero no lloraba ni se sacudía, como lo haría un niño normal. Fede lo acercaba a su pecho para alimentarlo.

—¿Se siente algo?

La mirada se le perdía en la respuesta improbable. Tal vez sentía algo, pero la duda resultaba insuperable. En verdad, era ella la sacrificada.

Un día de invierno, al regresar a casa temprano, le pregunté dónde había puesto al niño, y no quiso responder. Estaba completamente derrotada, se veía en su semblante. Nuestra casa no es muy grande, pero sí lo suficiente para hacer muy difícil la tarea de encontrar algo invisible. Temí que mi hijo estuviera en un lugar en el que cualquiera de mis movimientos le podría hacer algún daño. Incluso arrodillarme, estirar las manos y buscar podía ser fatal. Era tan pequeño, tan frágil. Me sentí acorralado. Decidí mantenerme inmóvil, y rezar para que Fede tampoco se moviera. Creo que entendió. Nos pusimos a esperar una señal, su primera palabra, algún sonido que brote de él y que nos rescate a todos de esa quietud.


La pasión del ingeniero de sistemas Gustavo Briceño Ángeles  (Lima, 1986) por la lectura se remonta a su niñez, cuando leía un libro por mes. Sus historias preferidas son las paranormales y de investigación. Y entre sus favoritas están La biblia de los caídos (Fernando Trujillo), El padrino (Mario Puzo) y Caballo de troya (Juan José Benítez). Su gusto por la escritura, sin embargo, se potenció hace cinco años, cuando decidió participar en El Cuento de las Mil Palabras. Para Los trabajos de Hércules se inspiró en su hermana, quien hace dos años estuvo embarazada.

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