Estoy seguro de que no son pocos los escritores (de ficción y no ficción) que han pensado alguna vez hacer suyos los postulados vitales del autor norteamericano Hunter S. Thompson (1937 – 2005). Si hay una figura presente en el imaginario de la lectomanía, esa es la del también creador del periodismo gonzo. No es para menos.
En Hunter se acrisolan todos los deseos y temores de aquellos que quieren hacer de la escritura algo más que una experiencia estética o un trámite burocrático del talento. La mayoría se queda en el desvío de la voluntad y son pocos los que van más allá y emulan al gurú, pero ni así se les puede asegurar un espacio en la memoria del más despistado. La frustración es grande, pero no determinante porque no dejan de brotar gonzitos, no importa de qué lugar de la tierra, mientras exista la urgencia por escribir, siempre habrá un gonzito que nos alegre la vida.
Hunter muere en Hunter. El llamado periodismo gonzo solo se justifica en su fundador, que sabía que para ser como él había que estar en esa delgada frontera entre la vida y la muerte. Sus lectores (aquellos que quedaron atraídos por el voltaje verbal, crudo y directo de Fiebre y asco en Las Vegas, La gran caza del tiburón, Los ángeles del infierno, entre otros) no se sorprendieron cuando se enteraron de su suicidio. La festividad de la muerte es el ánimo que recorre cada uno de sus libros y crónicas.
La morfología de su prosa, herencia evidente de Mark Twain, tenía un componente que la definía: su inexplicable tensión. Al respecto, en el imprescindible El escritor gonzo, publicación que reúne sus cartas, se encuentra en más de una la intención del autor de perfeccionar su mirada de escritor, pero a la vez era consciente de los excesos a los que lo llevaba la búsqueda de la verdad (periodística) como también su adicción a la intensidad de la vida sin importar si la suya corría riesgo o no. De esa búsqueda de la mirada más la actitud kamikaze es que brota esa tensión que no percibimos en el sonido de sus palabras, pero sí en el aliento que estas dejan en el lector.
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Como todo clásico reciente (porque lo es debido a la legitimidad de sus millones de lectores), resulta inevitable que nos preguntemos por la persona detrás de sus furibundos libros. Lo que hizo y no hizo. Lo que destrozó y no destrozó tanto. Absolutamente todo Hunter recorre el imaginario cultural, que no solo debemos asociar a la lectura, sino también a la llamada cultura popular. Periodista estrella de la mejor época de la revista Rolling Stone, su figura no deja de alimentarse de leyendas y verdades tras su paso por este medio. Porque si pensamos en Hunter, tenemos que pensar en la revista de Jann Venner, que fueron una sola fuerza en una época en la que no se practicaba el periodismo de hoy: el periodismo de fan.

Esa es una de las razones por la que muchos que quieren ser como él acaban convertidos en patéticos imitadores que abrigan el ruido y la furia de la desazón contenida. Para ser la trigésima parte de Hunter, había que estar dispuesto a morir, a llevar hasta las últimas consecuencias la coherencia que exigía su postulado de vida, ese todo o nada que sigue seduciendo a escritores, músicos, cineastas y artistas en todo el mundo.
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Tras el balazo que se propinó en su rancho de Woody Creek, Colorado, en 2004, comenzó el desfile de homenajes, biografías documentales, canciones y cuanta ocurrencia naciera del hinchaje recalcitrante, de los que saludamos sus buenas intenciones pero que están muy lejos de lo que su inspirador hubiese deseado que se haga sobre su vida y obra.
Resulta entonces curioso que el mayor acercamiento que se haya hecho de esta vida tan intensa se haya publicado con el biografiado en vida. En 1993, la periodista norteamericana Elizabeth Jean Carroll (Miss Indiana 1994, para más señas) publicó Hunter. La vida salvaje de H. S. Thompson, libro que el año pasado fue rescatado para la colección rara avis que Juan Forn dirige para Tusquets. Se trata de un acontecimiento por varios motivos. Un par de los mismos: estamos ante un ejemplo máximo de lo que es una biografía coral (registro colectivo, así sea biográfico y testimonial, que en este nuevo siglo ha sido usado por plumas de la talla de Svetlana Aleksiévich) y también porque le brinda al lector una imagen de Hunter sin edulcorante ni ají. Es decir, un Hunter sometido al escrutinio de casi todas las personas que lo conocieron y escribieron de él. E. Jean Carroll no solo es aplicada en la puesta en escena, sino también participa con su testimonio. Para tal fin se vale de las licencias narrativas, para exponerse y camuflarse, a manera de tributo al hombre que también amó, deseó y odió.
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Esta biografía coral puede leerse de todas las formas posibles. Su carácter colectivo le permite al lector devorar sin orden establecido sus páginas, cada cual rúbrica implícita de la leyenda que posiciona a Hunter como el más guapo de todos, el más fuerte y objeto de deseo de mujeres; por otro lado, se accede al Hunter más íntimo, esa dimensión que se cuidaba mucho de no proyectar, pues bastaba una señal de debilidad para dinamitar las bases de su leyenda que no solo lo sostenía vitalmente, sino también en lo literario, porque el espíritu gonzo lo alimentaba con una fortaleza interior que solo él podía reconocer como tal. Para llegar a ella había que atravesar distintos niveles de introspección. En este sentido, accedemos a un Hunter frustrado y desarraigado, que podemos intuir a causa de la ausencia de su padre, pero este escenario no calza con las reales coordenadas emocionales. ¿Qué era lo peor que le podía pasar a un hombre como él, que desde la adolescencia era saludado por sus dotes para los deportes? Sencillo, no ser lo suficientemente bueno como creía. No poder ser deportista profesional fue su mayor frustración, la cual se convirtió en abono para la furia que despacharía desde las parcelas de la crónica y el articulismo, reforzando de esta manera el desarraigo emocional del que partía para hilvanar una prosa que despedía una oscura y mágica egolatría poética.

El mérito de E. Jean Carroll no está en la reunión de los testimonios (que en sí ya es un trabajo monumental), sino en el orden que les da, formando un aparato narrativo rico en su aparente desorden, chocante en su premeditaba exageración, psicodélico en su desenfadada polifonía e imponente en la subdivisión de los capítulos que estallan a cuenta de la dinámica de la oralidad. Esto era lo que la autora quería para su biografiado, que le digan en su cara lo que sus amigos y conocidos pensaban de él y de sus posturas, tan “insoportables”, a saber, cuando debía promocionar la reedición de sus títulos más conocidos, y peor cuando debía ofrecer conferencias en universidades, al respecto pienso en la intervención el legendario editor George Plimpton.
Cuando este libro se publicó, Hunter ya vivía de lo hecho en décadas anteriores. Aún tendría algunos años más de productividad, pero esta no podía compararse con lo conseguido en lustros pasados. Tanto él como los lectores no dejaron de mostrarse satisfechos con esta bomba verbal que estaba a la altura del biografiado; artefacto que exponía sus virtudes, flaquezas y bajezas, sin idealismos ni censuras. Hunter tal y como era, sin estar pendiente de la aceptación de la platea, porque él mejor que nadie supo que el privilegio mayor que puede tener un escritor es decir lo que piensa. Hunter detestaba el periodismo de fan. Y E. Jean Carroll también.