En la primera mitad de los años noventa, el autor norteamericano Bret Easton Ellis se impuso como una suerte de marca. No era para menos, hablar/escribir de Bret Easton Ellis suscitaba polémica. La razón: la traducción de su novela más conocida, Psicópata americano (1991).
Todos lo leían y todos querían escribir como él (y más de uno, en la valentía del silencio, también quería ser como él). Su marca nominal generaba opiniones encontradas, y no solo en lo referente a su conducta pública debido a sus declaraciones provocadoras en entrevistas y reportajes. También en lo literario.
A saber, el recordado Miguel Gutiérrez, en su valioso y magnífico libro de ensayos Celebración de la novela, le dedicó algunos párrafos elogiosos. Por su parte, el argentino Alberto Manguel en El bosque del espejo también escribe del norteamericano, pero su criterio valorativo en comparación al de Gutiérrez se halla en las antípodas: no le faltó nada para calificarlo de escritor-basura.
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Quien escribe se ubica en la línea de Manguel, situación extraña porque en esos extraños años noventeros mis lecturas sintonizaban con la temática (cultura popular) de Bret Easton Ellis, pero veía en él recursos escandalosamente inadmisibles, como la esforzada provocación y el efectismo presupuestado que restaban naturalidad a su discurso novelístico.
Tras nueve años de silencio, en una especie de saludable hiato, Bret Easton Ellis vuelve al ruedo, pero esta vez con un libro de no ficción que refleja lo que no en su literatura de ficción: una verdad discursiva que pone en bandeja a un autor que lo único que sabe es que no tiene nada que ganar y nada que perder.

Blanco (Literatura Random House, 2020) es un visceral ajuste de cuentas de Bret Easton Ellis tanto con su persona como con su poética. En estas memorias divididas en bloques temáticos (Imperio, Actuar, Álter ego, Postsexo, Gustar, Tuitear, Postimperio y Hoy día), encontramos una voz que ya superó la resaca de la consagración (ya sea a favor o en contra, la poética del autor sobrevive a las de muchas voces generacionales que fueron saludadas por unanimidad y que hoy ya huelen a naftalina) y que ostenta el mayor privilegio que un artista debe exhibir en estos tiempos de opiniones acomodaticias: decir lo que piensa.
Se puede estar de acuerdo o no, pero lo que no se puede negar es la actitud crítica que el norteamericano muestra hacia su mundo literario y, muy en especial, contra la dictadura del pensamiento correcto y la incoherencia que lo dinamita. Puede causar furia su concepto sobre David Foster Wallace, por ejemplo, pero esa es su verdad que la proyecta sin suavidad alguna.
La furia de Bret Easton Ellis se fortalece más cuando aborda la sinuosa verdad de las redes sociales y los predios de la política (como para tener en cuenta las líneas sobre el efecto generado por Donald Trump en sus años de gobierno). Pero Blanco es, por sobre todas las cosas, una patada a su generación por haber cedido a la imposición moral/ética del nuevo siglo y un obús a la generación actual por su vacío causado por las urgencias frívolas promocionadas como gestas históricas llamadas a perdurar.
Conozco a más de un escritor peruano seguidor/hincha/imitador/saltimbanqui de Bret Easton Ellis. En lo personal, estaba muy seguro de que Blanco iba a comentarse/discutirse en las redes sociales y en la prensa cultural. Nada de eso ha ocurrido. Y no sorprende: el chicotazo del ídolo, aparte de provocador, duele. El discurso de Blanco no solo adquiere legitimidad en el circuito gringo. Las mismas taras que expone son totalmente aplicables a nuestro circuito literario e intelectual.