Seudónimo: A.Z. Hidalgo
Todos dicen que soy idéntica a mi mamá. Las dos tenemos el cabello oscuro, el color verde pasto enmarcado en los ojos, la piel famélicamente amarillenta y las facciones semejantes a unos triángulos invertidos. Como si ello no fuera suficiente, ambas nos llamamos Anina.
—¿Y en qué me parezco a mi papá? —pregunté, alguna vez, de pequeña.
—No lo sé —respondió mamá—. Supongo que en nada.
Nunca conocí a papá y a veces pienso que mamá tampoco, aunque eso sea biológicamente imposible. No tenía fotos de él ni nada más que evidenciara su existencia. Mamá era una mujer sin familia ni amigos, por lo que tampoco tuve a mi disposición a alguien que respondiese mis preguntas sobre la otra mitad de mi ADN.
Aunque fría y distante, consideré a mamá como mi mejor amiga durante cierto tiempo. A mamá jamás pude ocultarle mis extrañas obsesiones ni mis penas más profundas. Ella sabía cuánta azúcar echarle a mi chocolate caliente para aliviar mis tristezas o cuánto limón exprimir sobre el té para mantenerme calmada. Devoré todos los libros que ella me regalaba y nunca despegué la mirada de las películas que veíamos juntas. Yo me embardunaba con las lociones de cuerpo que ella compraba para mí y me deleitaba con sus fuertes aromas.
“Tu mamá siempre sabe lo que quieres”, me decían mis amigas del colegio, celosas. Yo sonreía, orgullosa de mi mami.
Pero crecí. Las preguntas crecieron.
—¿Y la abuela? —pregunté cuando ya era más grande— ¿Y el abuelo?
Mamá, como siempre, se encontraba leyendo con atención su revista científica predilecta cada vez que adivinaba, cómo no, cuándo comenzaría yo mi nueva ronda de preguntas.
—A la abuela Anina le dio tuberculosis. Era una variante hereditaria muy extraña —dijo, mientras cambiaba de página.
A veces pensé que mamá tenía cierta aversión hacia los hombres. De pequeña, aquello me pareció extraño porque yo siempre me había llevado bien con los niños. Cuando crecí y empecé a tener mis primeros novios, lo comprendí: quizás los hombres en la vida de mamá no habían dejado ningún buen recuerdo.
La exactitud de sus predicciones comenzó a desesperarme. Mamá sabía interpretar el brillo de mi mirada, los pliegues de mi ceño y mis sonrisas relucientes frente al celular. Nunca se equivocaba en elegir las tallas de mi ropa ni de los zapatos. El día en que perdí mi virginidad, ella ya me estaba esperando en casa, como si el evento ya estuviese programado.
En mi paranoia adolescente, supuse que mamá me seguía a escondidas, pero era difícil imaginarla fuera de su despacho, sentada frente a pilas y pilas de papers de investigación, con un lapicero en la mano derecha y una taza de café cargado con dos cucharadas de azúcar (como a mí también me gustaba) en la izquierda. La celulitis en sus piernas, apenas camuflada por una falda a medio muslo, evidenciaba las largas temporadas de estudio sobre un asiento de cuero que ya había memorizado la forma de sus glúteos. No sé si solo estudiaba cuando yo no estaba o si acaso salía a presentar sus proyectos científicos en algún lugar que nunca conocí.
Las preguntas se convirtieron en discusiones y, posteriormente, en cavernosos silencios. Comencé a rechazar sus comidas, sus regalos y sus comentarios, solo para que se hiciera la idea de que yo ya era diferente. Mamá, no obstante, descubría mis tretas como si estas ya estuviesen previstas en su largo itinerario de problemas a resolver. Cansada de ver mi rostro en otro cuerpo, decidí poner varios kilómetros de distancia entre ella y yo.
—Siempre te han gustado los bebés —dijo mamá apenas inicié la conversación—Deberías irte a estudiar Ingeniería Genética.
—No —repliqué—. Yo seré obstetra. Traeré a mi propio hijo al mundo.
Ella enarcó una ceja, el mismo gesto particular que mis amigas dicen que hago cuando lo que escucho no parece tener sentido.
Meses después, me fui a España a estudiar Medicina y durante todo ese tiempo jamás me contacté con mi madre. Me casé apenas terminé la carrera y no la invité al matrimonio para no afrontar la apatía que me ocasionaba la ausencia de una familia completa, como tenían todos los demás.
Al final, he regresado a mi país sin anillo en el dedo y con el vientre vacío. Rodrigo, séptimo hijo de su madre y decimotercer nieto de su abuela, jamás aceptaría una vida sin descendencia y yo, enterada de mi esterilidad, estaba imposibilitada de satisfacer esos deseos. Me habría quedado en España a rehacer mi vida de no ser por aquella llamada, hecha hace una semana.
—No… me queda…mucho…tiempo —dijo mi madre por teléfono. Si no fuera por la exasperante tos que entrecortaba sus palabras, esa voz podría haber sido la mía—. Vuelve…a…casa.
—Tuberculosis —dije, más fastidiada que preocupada.
Aquí estoy, frente a la puerta de mi casa. Puedo jurar que son las mismas flores gemelas de hace once años las que me reciben en el pequeño patio de la entrada.
—Madre —anuncio mi llegada al traspasar la puerta.
Nadie me responde, así que dejo mi maleta en el recibidor. Indiferente a los ornamentos de cristal que todavía relucen en toda la casa, voy camino hacia la oficina de mamá hasta que escucho el repentino llanto de un bebé. Con el corazón azotándome el pecho, corro hacia el origen del ruido, hacia mi antigua habitación. Abro la puerta y, en vez de encontrar el dosel de mi cama, me topo con una cuna, idéntica a la mía cuando yo era más pequeña. El llanto se hace más angustioso y poco a poco me acerco a la pequeña cama. Un bebé con ojos de color verde pasto me mira con sed de leche, mientras se revuelca entre las tersas sábanas rosadas.
—…Anina…
Mi madre está de pie, en el marco de la puerta. Frente a frente, ella se parece a mi reflejo en un espejo.
—¿Quién es ella? —pregunto.
—Es Anina, la novena —responde sin toser—. Y tú serás su madre.